viernes, 31 de octubre de 2008

EL PASTOR Y EL LECHUGUINO. francisco acuña de figueroa

El pastor y el lechuguino
Disputaban, por saber,
Un pastor y un lechuguino
¿cuál es tesoro más fino,
la botella o la mujer?
“Aquella” –dijo- “a mi entender
es más sabrosa y más bella...
La botella.

“Cuando, exhausto de fatiga,
bajo un ombú me reclino,
de Baco el licor divino
todas mis ansias mitiga.
Allí es mi mejor amiga,
Mi Sol, mi Luna, mi estrella…
La botella.

“Quien empieza a envejecer
se refocila, imagino,
más en dos cuartas de vino
que en seis cuartas de mujer
por que siempre está en un ser
sin melindres de doncella…
La botella”.

“Calla”, dijo el lechuguino,
“sólo un hombre sin templanza
puede poner en balanza
a las mujeres y al vino:
¿Quién suaviza el cruel destino?
¿Quién da el supremo placer?”
La mujer.

“No hay contento comparado
Con los goces del amor
Ni otra delicia mayor
Que el amar y ser amado.
Es el don más delicado
Que Dios quiso al mundo hacer…
La mujer.

“Sin ellas todo sería
Caos de inmensa tristura
Por que son de la natura
La más perfecta armonía.
Es del hombre la alegría,
Consuelo en su padecer…
La mujer”.

“No siempre”, dijo el pastor,
“Porque salen, camarada,
A estocada por cornada
El fastidio y el amor.
Más mi prenda es superior
Pues no es falaz como aquella…
La botella.

“Cuanto más besos le doy
Más me inflama y enardece
Y, cuando aquel desfallece,
Yo más animado estoy.
Papa, rey, príncipe soy
Sin que me cause querella…
La botella.

“Dama que no pide y da
Grata aún después de gozada,
Cuando la ves más preñada
Tanto más virgen está.
Sin mujer muy bien me va
Por que me suple por ella…
La botella.

“Silenciosa y no profana,
Un tapón tiene su boca
Aunque a celos la provoca
Tal vez cierta dama-juana.
Espera su turno ufana
Y a su rival no atropella…
La botella”.

“Mujer”, dijo el lechuguino,
“Bocado de reyes es,
Pues dice el nombre al revés
De los reyes en latín
Más no conoce un malsín
De cuánto puede valer…
La mujer.

“A nuestros hijos, que humanas
Dan sus cuidados prolijos:
A ver si a ti te dan hijos
Botellas ni damajuanas.
En sus angustias tiranas
Sabe al hombre sostener…
La mujer.

“Tiene el hombre una aflicción,
gime solo y, de repente,
Ve a su amada y luego siente
Tas, tas, tas el corazón
Por que una innata afección
Le dice que es su placer…
La mujer.

En esto se dejan ver
Baco y Cupido abrazados
Y dicen “callad, cuitados
Que no os sabéis entender:
Todo puede complacer
Tomando en medida bella,
La mujer y la botella,
La botella y la mujer.”


Francisco Acuña de Figueroa

martes, 28 de octubre de 2008

LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE HONRADO. roberto arlt

La tragedia de un hombre honrado


Todos los días asisto a la tragedia de un hombre honrado. Este hombre honrado tiene un café que bien puede estar evaluado en treinta mil pesos o algo más. Bueno: este hombre honrado tiene una esposa honrada.
A esta esposa honrada la ha colocado a cuidar la victrola. Dicho procedimiento le ahorra los ochenta pesos mensuales que tendría que pagarle a una victrolista. Mediante este sistema, mi hombre honrado economiza, al fin del año, la respetable suma de novecientos sesenta pesos sin contar los intereses capitalizados. Al cabo de diez años tendrá ahorrados...
Pero mi hombre honrado es celoso. ¡Vaya si he comprendido que es celoso! Levantando la guardia tras la caja, vigila, no sólo la consumición que hacen sus parroquianos, sino también las miradas de éstos para su mujer. Y sufre. Sufre honradamente. A veces se pone pálido, a veces le fulguran los ojos. ¿Por qué? Porque alguno se embota más de lo debido con las regordetas pantorrillas de su cónyuge. En estas circunstancias, el hombre honrado mira para arriba, para cerciorarse si su mujer corresponde a las inflamadas ojeadas del cliente, o si se entretiene en leer una revista. Sufre. Yo veo que sufre, que sufre honradamente; que sufre olvidando en ese instante que su mujer le aporta una economía diaria de dos pesos sesenta y cinco centavos; que su legitima esposa aporta a la caja de ahorros novecientos sesenta pesos anuales. Sí, sufre. Su honrado corazón de hombre prudente en lo que atañe al dinero, se conturba y olvida de los intereses cuando algún carnicero, o cuidador de ómnibus, estudia la anatomía topográfica de su también honrada cónyuge. Pero más sufre aún cuando, el que se deleita contemplando los encantos de su esposa, es algún mozalbete robusto, con bigotitos insolentes y espaldas lo suficientemente poderosas como para poder soportar cualquier trabajo extraordinario. Entonces mi hombre honrado mira desesperadamente para arriba. Los celos que los divinos griegos inmortalizaron, le desencuadernan la economía, le tiran abajo la quietud, le socavan la alegría de ahorrarse dos pesos sesenta y cinco centavos por día; y desesperado hace rechinar los dientes y mira a su cliente como si quisiera darle tremendos mordiscones en los riñones.
Yo comprendo, sin haber hablado una sola palabra con este hombre, el problema que está encarando su alma honrada. Lo comprendo, lo interpreto, lo "manyo". Este hombre se encuentra ante un dilema hamletiano, ante el problema de la burra Balaam, ante... ¡ante el horrible problema de ahorrarse ochenta mangos mensuales! Son ochenta pesos. ¿Saben ustedes los bultos, las canastas, las jornadas de dieciocho horas que éste trabajó para ganar ochenta pesos mensuales? No; nadie se lo imagina.
De allí que lo comprendo. Al mismo tiempo quiere a su mujer. ¡Cómo no la va a querer! Pero no puede menos de hacerla trabajar, como el famoso tacaño de Anatole France no pudo menos de cortarle unas rebarbas a las monedas de oro qué le ofrecía a la Virgen: seguía fiel a su costumbre.
Y ochenta pesos son ocho billetes de a diez pesos, dieciséis de a cinco y... dieciséis billetes de a cinco pesos, son plata... son plata...
Y la prueba de que nuestro hombre es honrado, es que sufre en cuanto empiezan a mirarle a la cónyuge. Sufre visiblemente. ¿Qué hacer? ¿Renunciar a los ochenta pesos, o resignarse a una posible desilusión conyugal?
Si este hombre no fuera honrado, no le importaría que le cortejaran a su propia esposa. Más aún, se dedicaría como el célebre señor Bergeret, a soportar estoicamente su desgracia.
No; mi cafetero no tiene pasta de marido extremadamente complaciente. En él todavía late el Cid, don Juan, Calderón de la Barca y toda la honra de la raza, mezclada a la terribilísima avaricia de la gente del terruño.
Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos.
También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!
A veces voy a su café y me quedo una hora, dos, tres. El cree que cuando le miro a la mujer estoy pensando en ella, y está equivocado. En quien pienso es en Lenin... en Stalin... en Trotzky... Pienso con una alegría profunda y endemoniada en la cara que este hombre pondría si mañana un régimen revolucionario le dijera:
–Todo su dinero es papel mojado.



Roberto Arlt ( Aguafuertes porteñas )

EL ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS DE NUSTRO LÉXICO POPULAR. roberto arlt

El orígen de algunas palabras de nuestro léxico popular.

Ensalzaré con esmero el benemérito "fiacún".
Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del "fiacún", a establecer el origen de la "fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos sesenta y un años después me levantarán una estatua.
No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:
–Hoy estoy con "flaca".
O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al jefe, no dijera:
–¡Tengo una "fiaca"!
De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error.
Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo mismo.
Y sin embargo a primera vista parece 'que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda.
Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.
La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgano físico originado por la falta de alimentación momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años.
Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencionada. Y algunas más.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la 'fiaca' encima, tiene". Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.
En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión de almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la "bella Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar la lollia", o sea "darse cuenta".
Curioso es el fenómeno pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: "Hacer el rosto".
¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rosto"? Pues hacer el rosto, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rosto", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro.
Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".
Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.
Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un "chico", algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándoles de la función. Bueno, esos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con un gesto huido, estos "largos" que se pasaban la mañana sentados en una esquina. o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular acierto el término.
Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.
Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenun", sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública o privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma, y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta:
–¿Estás con "fiaca"?
Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca" excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.



Roberto Arlt ( Aguafuertes porteñas )

CULTIVO UNA ROSA BLANCA. josé martí

Cultivo una rosa blanca


Cultivo una rosa blanca
En julio como en enero
Para el amigo sincero
Que me da su mano franca


Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo
Cardo ni ortiga cultivo
cultivo una rosa blanca


José Martí

lunes, 27 de octubre de 2008

BOTAS. vincent van gogh


jueves, 23 de octubre de 2008

BEBA, PADRE, QUE LE DA LA VIDA... ricardo palma

Beba, padre, que le da la vida...


Dama de mucho cascabel y de más temple que el acero toledano fue doña Ana de Bolla, condesa de Lemos y virreina del Perú. Por tal la tuvo S. M. doña María Ana de Austria, que gobernaba la monarquía española durante la minoría de Carlos II; pues al nombrar virrey del Perú al marido, lo proveyó de real cédula, autorizándolo para que, en caso de que el mejor servicio del reino le obligase a abandonar Lima, pusiese las riendas del gobierno en manos de su consorte.
En tal conformidad, cuando su excelencia creyó indispensable ir en persona a apaciguar las turbulencias de Laycacota, ahorcando al rico minero Salcedo, quedó doña Ana en esta ciudad de los Reyes presidiendo la Audiencia, y su gobierno duró desde junio de 1668 hasta abril del año siguiente.
El conde de Bornos decía que la mujer de más ciencia sólo es apta para gobernar doce gallinas y un gallo. ¡Disparate! Tal afirmación no puede rezar con doña Ana de Borja y Aragón que, como ustedes verán, fue una de las infinitas excepciones de la regia. Mujeres conozco yo capaces de gobernar veinticuatro gallinas... y hasta dos gallos.
Así como suena, y mal que nos pese a los peruleros, hemos sido durante diez meses gobernados por una mujer... y francamente que con ella no nos fue del todo mal, el pandero estuvo en manos que lo sabían hacer sonar.
Y para que ustedes no digan que por mentir no pagan los cronistas alcabala, y que los obligo a que me crean bajo la fe de mi honrada palabra, copiaré lo que sobre el particular escribe el erudito señor de Mendiburu en su Diccionario Histórico: «Al emprender su viaje a Puno el conde de Lemos, encomendó el gobierno del reino a doña Aña, su mujer, quien lo ejerció durante su ausencia, resolviendo todos los asuntos, sin que nadie hiciese la menor observación, principiando por la Audiencia, que reconocía su autoridad». Tenemos en nuestro poder un despacho de la virreina, nombrando un empleado del tribunal de Cuentas, y está encabezado como sigue: «Don Pedro Fernández de Castro y Andrade, conde de Lemos, y doña Ana de Borja, su mujer, condesa de Lemos, en virtud de la facultad que tiene para el gobierno de estos reinos, atendiendo a lo que representa el tribunal, he venido en nombrar y nombro de muy buena gana, etc., etc».
Otro comprobante. En la colección de Documentos históricos de Odriozola, se encuentra una provisión de la virreina, disponiendo aprestos marítimos contra los piratas.
Era doña Ana, en su época de mando, dama de veintinueve años, de gallardo cuerpo, aunque de rostro poco agraciado. Vestía con esplendidez y nunca se la vio en público sino cubierta de brillantes. De su carácter dicen que era en extremo soberbio y dominador, y que vivía muy infatuada con su abolorio y pergaminos.
¡Si sería chichirinada la vanidad de quien, como ella, contaba entre los santos de la corte celestial nada menos que a su abuelo Francisco de Borja!
Las picarescas limeñas, que tanto quisieron a doña Teresa de Castro, la mujer del virrey don García, no vieron nunca de buen ojo a la condesa de Lemos, y la bautizaron con el apodo de la Patona. Presumo que la virreina sería mujer de mucha base.
Entrando ahora en la tradición, cuéntase de la tal doña Ana algo que no se le habría ocurrido al ingenio del más bragado gobernante, y que prueba, en sustancia, cuán grande es la astucia femenina y que, cuando la mujer se mete en política o en cosas de hombre, sabe dejar bien puesto su pabellón.
Entre los pasajeros que en 1668 trajo al Callao el galeón de Cádiz, vino un fraile portugués de la orden de San Jerónimo. Llamábase el padre Núñez. Era su paternidad un hombrecito regordete, ancho de espaldas, barrigudo, cuellicorto, de ojos abotagados, y de nariz roma y rubicunda. Imagínate, lector, un candidato para una apoplejía fulminante, y tendrás cabal retrato del jeronimita.
Apenas llegado éste a Lima, recibió la virreina un anónimo en que la denunciaban que el fraile no era tal fraile, sino espía o comisionado secreto de Portugal, quien, para el mejor logro de alguna maquinación política, se presentaba disfrazado con el santo hábito.
La virreina convocó a los oidores y sometió a su acuerdo la denuncia. Sus señorías opinaron por que, inmediatamente y sin muchas contemplaciones, se echase guante al padre Núñez y se le ahorcase coram populo. ¡Ya se ve! En esos tiempos no estaban de moda las garantías individuales ni otras candideces de la laya que hogaño se estilan, y que así garantizan al prójimo que cae debajo, como una cota de seda de un garrotazo en la espalda.
La sagaz virreina se resistió a llevar las cosas al estricote, y viniéndosele a las mientes algo que narra Garcilaso de Francisco de Carbajal, dijo a sus compañeros de Audiencia: -Déjenlo vueseñorías por mi cuenta que, sin necesidad de ruido ni de tomar el negocio por donde quema, yo sabré descubrir si es fraile o monago; que el hábito no hace al monje, sino el monje al hábito. Y si resulta preste tonsurado por barbero y no por obispo, entonces sin más kiries ni letanías llamamos a Gonzalvillo para que le cuelgue por el pescuezo en la horca de la plaza.
Este Gonzalvillo, negro retinto y feo como un demonio, era el verdugo titular de Lima.
Aquel mismo día la virreina comisionó a su mayordomo para que invitase al padre Núñez a hacer penitencia en palacio.
Los tres oidores acompañaban a la noble dama en la mesa, y en el jardín esperaba órdenes el terrible Gonzalvillo.
La mesa estaba opíparamente servida, no con esas golosinas que hoy se usan y que son como manjar de monja, soplillo y poca sustancia, sino con cosas suculentas, sólidas y que se pegan al riñón. La fruta de corral, pavo, gallina y hasta chancho enrollado, lucía con profusión.
El padre Núñez no comía... devoraba. Hizo cumplido honor a todos los platos.
La virreina guiñaba el ojo a los oidores como diciéndoles:
-¡Bien engulle! Fraile es.
Sin saberlo, el padre Núñez había salido bien de la prueba. Faltábase otra.
La cocina española es cargada de especias, que naturalmente despiertan la sed.
Moda era poner en la mesa grandes vasijas de barro de Guadalajara que tiene la propiedad de conservar más fresca el agua, prestándola muy agradable sabor.
Después de consumir, como postres, una muy competente ración de alfajores, pastas y dulces de las monjas, no pudo el comensal dejar de sentir imperiosa necesidad de beber; que seca garganta, ni gruñe ni canta.
-¡Aquí te quiero ver, escopeta! -murmuró la condesa.
Esta era la prueba decisiva que ella esperaba. Si su convidado no era lo que por el traje revelaba ser, bebería con la pulcritud que no se acostumbra en el refectorio.
El fraile tomó con ambas manos el pesado cántaro de Guadalajara, lo alzó casi a la altura de la cabeza, recostó ésta en el respaldo de la silla, echóse a la cara el porrón y empezó a despacharse a su gusto.
La virreina, viendo que aquella sed era como la de un arenal y muy frailuno el modo de apaciguarla, le dijo sonriendo:
-¡Beba, padre beba, que le da la vida!
Y el fraile, tomando el consejo como amistoso interés por su salud, no despegó la boca del porrón hasta que lo dejó sin gota. Enseguida su paternidad se pasó la mano por la frente para limpiarse el sudor que le corría a chorros, y echó por la boca un regüeldo que imitaba el bufido de una ballena arponada.
Doña Ana se levantó de la mesa y salióse al balcón seguida de los oidores.
-¿Qué opinan vueseñorías?
-Señora, que es fraile y de campanillas -contestaron a una los interpelados.
-Así lo creo en Dios y en mi ánima. Que se vaya en paz el bendito sacerdote. ¡Ahora sigan ustedes si no fue mucho hombre la mujer que gobernó el Perú!


Ricardo Palma

sábado, 18 de octubre de 2008

MARTIN FIERRO. josé hernández

Martín Fierro (fragmento de los consejos del viejo Vizcacha)

"Hacéte amigo del Juez;
no le des de que quejarse;
y cuando quiera enojarse
vos te debés encoger,
pues siempre es güeno tener
palenque ande ir a rascarse."

"No andés cambiando de cueva;
hacé las que hace el ratón.
Conserváte en el rincón
en que empezó tu esistencia:
vaca que cambia querencia
se atrasa en la parición.

Y menudiando los tragos
aquel viejo, como cerro,
"No olvidés", me decía,"Fierro,
que el hombre no debe crer
en lágrimas de mujer
ni en la renguera del perro."



José Hernández

sábado, 11 de octubre de 2008

VILLANCICO. gloria fuertes

Villancico

Ya está el niño en el portal
que nació en la portería,
San José tiene taller,
y es la portera María.

Vengan sabios y doctores
a consultarle sus dudas,
el niño sabelotodo
está esperando en la cuna.

Dice que pecado es
hablar mal de los vecinos
y que pecado no es
besarse por los caminos.

Que se acerquen los pastores
que me divierten un rato
que se acerquen los humildes,
que se alejen los beatos.

Que pase la Magdalena,
que venga San Agustín,
que esperen los reyes magos
que les tengo que escribir.


Gloria Fuertes

lunes, 6 de octubre de 2008

DECÁLOGO. horacio quiroga

Decálogo
I : Cree en un maestro - Poe, Maupassant, Kipling, Chejov - como en Dios mismo.
II : Cree que su
arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III : Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el
desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV : Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu
arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V : No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un
cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI : Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en
lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII : No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de
color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII : Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un
cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX : No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en
arte a la mitad del camino.
X : No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu
historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.


Horacio Quiroga

jueves, 2 de octubre de 2008

JOSÉ P. COSTIGLIOLO - MARÍA FREIRE


José P. Costigliolo



María Freire

Dos pintores uruguayos cuyo taller conocí allá por los años 70.
Esposos. Pintores.
A María quiso la suerte que la conociera personalmente, un encanto
de persona.

miércoles, 1 de octubre de 2008

EL CONTERTULIO. miguel de unamuno

El contertulio


A mis compatriotas de tertulia


Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.

Vivió en América pensando siempre en la tertulia ausente, suspirando por ella, alimentando su deseo con la voluntaria ignorancia de la suerte que corriera. Y pasaron años y más años, y su tío no le dejaba volver. Y suspiraba silenciosa e íntimamente.. No logró hacerse allí una patria nueva, es decir, no encontró una nueva tertulia que le compensase de la otra. Y siguieron pasando años hasta que su tío se murió, dejándole la mayor parte de su cuantiosa fortuna y lo que valía más que ella, libertad de volverse a su patria, pues en aquellos veinte años no le permitió un solo viaje. Encontróse, pues, Redondo, libre, realizó su fortuna y henchido de ansias volvió a su tierra natal.

¡Con qué conmoción de las entrañas se dirigió por primera vez, al cabo de más de veinte años, a la rinconera del café de la Unión, a la izquierda del fondo, según se entra, donde estuvo su patria! Al entrar en el café el corazón le golpeaba el pecho, flaqueábanle las piernas. Los mozos o eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron. El encargado del despacho era otro. Se acercó al grupo de la rinconera; ni Romualdo el de los colmos, ni el Patriarca, ni Henestrosa, ni Ortiz el poeta festivo, ni el embustero de Manolito, ni D. Moisés, ni… ¡ni uno solo siquiera de los desconocidos! Su patria se había hundido o se había trasladado a otro suelo. Y se sintió solo, desoladoramente solo, sin patria, sin hogar, sin consuelo de haber nacido. ¡Haber soñado y anhelado y suspirado más de veinte años en el destierro para esto! Volvióse a casa, a un hogar frío de alquiler, sintiendo el peso de sus sesenta y ocho años, sintiéndose viejo. Por primera vez miró hacia adelante y sintió helársele el corazón al prever lo poco que le quedaba ya de vida.. ¡Y de qué vida! Y fue para él la noche de aquel día insomne, una noche trágica en que sintió silbar a sus oídos el viento del valle de Josafat.

Mas a los dos días, cabizbajo, alicaído de corazón, como sombra de amarilla hoja de otoño que arranca del árbol el cierzo, se acercó a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera de las mesitas de mármol, junto al suelo de la que fue su patria. Y prestó oído a lo que conversaban aquellos hombres nuevos, aquellos bárbaros invasores. Eran casi todos jóvenes; el que más, tendría cincuenta y tantos años.

De pronto uno de ellos exclamó: “Esto me recuerda uno de los colmos del gran D. Romualdo”. Al oírlo, Redondo, empujado por una fuerza íntima, se levantó, acercóse al grupo y dijo:

-Dispensen, señores míos, la impertinencia de un desconocido, pero he oído a ustedes mentar el nombre de D. Romualdo el de los colmos, y deseo saber si se refieren a D. Romualdo Zabala, que fue mi mayor amigo de la niñez.

-El mismo -le contestaron.

-¿Y qué se hizo de él?

-Murió hace ya cuatro años.

-¿Conocieron ustedes a Ortiz, el poeta festivo?

-Pues no habíamos de conocerle, si era de esta tertulia.

-¿Y él?

-Murió también.

-¿Y el Patriarca?

-Se marchó y no ha vuelto a saberse de él cosa alguna.

-¿Y Henestrosa?

-Murió.

-¿Y D. Moisés?

-No sale ya de casa; ¡está paralítico!

-¿Y Manolito el embustero?

-Murió también…

Murió… murió… se marchó y no se sabe de él… está en casa paralítico… y yo vivo todavía… ¡Dios mío! ¡Dios mío! -y se sentó entre ellos llorando.

Hubo un trágico silencio, que rompió uno de los nuevos contertulios, de los invasores, preguntándole:

-Y usted, señor nuestro, ¿se puede saber…?

-Yo soy Redondo…

-¡Radondo! -exclamaron casi todos a coro-. ¿El que fue a América arruinado por su banquero? ¿Redondo, de quien no volvió a saberse nada? ¿Redondo, que llamaba a esta tertulia su patria? ¿Redondo, que era la alegría de los banquetes’ ¿Redondo, el que cocinaba, el que tocaba la guitarra, el especialista en contar cuentos verdes?

El pobre Redondo levantó la cabeza, miró en derredor, se le resucitaron los ojos, empezó a vislumbrar que la patria renacía, y con lágrimas aún, pero con otras lágrimas, exclamó:

-¡Sí, él mismo, él mismo Redondo!

Le rodearon, le aclamaron, le nombraron padre de la patria, y sintió entrar en su corazón desfallecido los ímpetus de aquellas sangres juveniles. Él, el viejo, invadía, a su vez, a los invasores.

Y siguió asistiendo a la tertulia, y se persuadió de que era la misma, exactamente la misma, y que aún vivían en ella, con los recuerdos, los espíritus de sus fundadores. Y redondo fue la conciencia histórica de la patria. Cuando decía: “Esto me recuerda un colmo de nuestro gran Romualdo…”, todos a una: “¡Venga! ¡Venga”. Otras veces: “Ortiz, con su habitual gracejo, decía una vez…”. Otras veces: “Para mentira, aquella de Manolito”. Y todo era celebradísimo.

Y aprendió a conocer a los nuevos contertulios y a quererlos. Y cuando él, Redondo, colocaba algunos de los cuentos verdes de su repertorio, sentíase reverdecer, y cocinó en el primer banquete, y tocó, a sus sesenta y nueve años, la guitarra, y cantó. Y fue un canto a la patria eterna, eternamente renovada.

A uno de los nuevos contertulios, a Ramonete, que podría ser casi su nieto, cobró singular afecto Redondo. Y se sentaba junto a él, y le daba golpecitos en la rodilla, y celebraba sus ocurrencias. Y solía decirle: “¡Tú, tú eres, Ramonete, el principal ornato de la patria!” Porque tuteaba a todos. Y como el bolsillo de Redondo estaba abierto para todos los compatriotas, los contertulios, a él acudió Ramonete en no pocas apreturas.

Ingresó en la tertulia un nuevo parroquiano, sobrino de uno de los habituales, un mozalbete decidor y algo indiscreto, pero bueno y noble; mas al viejo Redondo le desplació aquel ingreso; la patria debía estar cerrada. Y le llamaba, cuando él no le oyera, el Intruso. Y no ocultaba su recelo al intruso, que en cambio veneraba, como a un patriarca, al viejo Redondo.

Un día faltó Ramonete, y Redondo inquieto como ante una falta preguntó por él. Dijéronle que estaba malo. A los dos días, que había muerto. Y Redondo le lloró; le lloró tanto como habría llorado a un nieto. Y llamando al Intruso, le hizo sentar a su lado y le dijo:

-Mira, Pepe, yo, cuando ingresaste en esta tertulia, en esta patria, te llamé el Intruso, pareciéndome tu entrada una intrusión, algo que alteraba la armonía. No comprendí que venías a sustituir al pobre Ramonete, que antes que uno muera y no después nace muchas veces el que ha de hacer sus veces; que no vienen unos a llenar el hueco de otros, sino que nacen unos para echar a los otros. Y que hace tiempo nació y vive el que haya de llenar mi puesto. Ven acá, siéntate a mi lado; nosotros dos somos el principio y el fin de la patria.

Todos aclamaron a Redondo.

Un día prepararon, como hacían tres o cuatro veces al año, una comida en común, un ágape, como le llamaban. Presidía Redondo, que había preparado uno de los platos en que era especialista. La fiesta fue singularmente animada, y durante ella se citaron colmos del gran Romualdo, se dedicó un recuerdo a Ramonete. Cuando al cabo fueron a despertar a Redondo, que parecía haber caído presa del sueño -como que le ocurría a menudo-, encontráronle muerto. Murió en su patria, en fiesta patriótica…

Su fortuna se la legó a la tertulia, repartiéndola entre los contertulios todos, con la obligación de celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la patria. En el testamento ológrafo, curiosísimo documento, acababa diciendo: “Y despido a los que me han hecho viviera la vida, emplazándoles para la patria celestial, donde en un rincón del café de la Gloria, según se entra a mano izquierda, les espero”.


Miguel de Unamuno